Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



martes, 12 de marzo de 2024

Lorca: otra mirada. Fraude y Leyenda de José A. Fortes

 


En el último y documentadísimo libro del investigador e historiador de la literatura José Antonio Fortes se aborda sin tapujos una cuestión por lo general muy orillada en nuestros estudios culturales; esto es: la construcción de mitos literarios por razones ideológicas. Y lo hace a través del siempre espinoso "affaire Lorca", como él lo llama, con afán desmitificador, para hacer la crónica de un bluff. El autor reorganiza y potencia aquí los materiales que ya aparecían en su anterior Lorca: Fraude, Negocio e Ideología (2020), que fue de circulación muy restringida, y compone un poderoso fresco sobre cómo el poder manipula la historia literaria para perpetuarse. Y en la que García Lorca, poeta y mártir, sale convertido no sólo en un negocio "del que vive y ha vivido mucha gente" sino en una excusa o pretexto para la limpia sino verdadera razzia de escritores con la carga subversiva de la que él carecía: la estrategia "oculta" para combatir la cuestión obrera y revolucionaria. De manera que, si la poderosa máquina propagandística y cultural de la burguesía monopolista, puso a rodar el mito Lorca como adalid de la modernidad o incluso del pueblo, en sonrojantes piruetas dialécticas, fue para ocultar la verdadera alternativa cultural proletaria que pudo gestarse en en primer tercio del s. XX, con un conjunto no pequeño de nuevos escritores "marginales", procedentes de las clases subalternas, sobre el que la historia literaria ha pasado por encima sin detenerse. El profesor Fortes, desde luego, ha abordado la cuestión de las espúreas razones de los mitos literarios en textos previos como La Nueva Narrativa Andaluza (1990) o Intelectuales de Consumo (2010), pero es en este despiece monumental sobre el "constructo" cultural del mito Lorca donde alcanza mayores cotas de densidad interpretativa, porque probablemente el escenario español de las primeras décadas del s. XX fue el más excepcional laboratorio donde ensayar los procesos de hegemonización cultural que llegan a nuestros días. Aquellos por los cuales se otorgan prestigios, prebendas y laureles a los autores que menos cuestionan, en lo profundo, el statu quo; los que más inocuos resultan. Estrategia indudable del capital que, "prietas las filas", como diría el autor, permite que tanto un ala como otra del mismo e indudable modelo económico, puedan colocarse detrás del escritor granadino y haberlo convertido, por ejemplo, en un indiscutible para la izquierda, una izquierda que, desde luego, no era, como reconoció Machado, la que cantaba la Internacional. 

          Editado por libros de la Atopía, este monumental despiece (662 páginas) se realiza con documentos de época, memorias, cartas, recortes de periódico o expedientes de censura (documentos que, por otra parte, se ofrecen, en su totalidad, a los lectores, a través de un código QR) que permiten al profesor Fortes, mediante un lenguaje muy sport, en las antípodas de la grisura académica, diseccionar de forma muy estimulante un entramado a menudo hediondo y cuestionar casi todos los lugares comunes en los que el "affaire Lorca" suele quedar: que estuvo censurado durante el franquismo (nunca ocurrió tal cosa, como aquí se demuestra), que fuera autor "amoral y marxista" (fue autor apreciado por la Falange y se aportan documentos y autos de fe literarios que lo atestiguan y aún hablan de él como poeta de la "España Imperial"), que estuviera comprometido con Andalucía (cuando es, en realidad, por su máquina de creación de tópicos, su gitanismo elegante, su coplismo -"franquiciado", lo denomina Fortes- y su tipiquismo  estético, uno de los autores que más daño ha hecho a esta tierra), que fuera autor muy conocido (cuando lo era sólo dentro de aquel álgebra superior de las metáforas, auspiciado por Ortega y Gasset, en el que a la postre consistió la poesía pura a-política y, por tanto, colaboracionista con la involución, que se dio entre las élites de aquel tiempo) o, incluso, las razones de su muerte. No hay aspecto del mito Lorca que no salga al menos tocado de la lectura que hace el profesor Fortes de documentos que, por otra parte, siempre estuvieron al alcance de los investigadores (y más aún ahora, recopilados y ordenados, gracias al QR que esta edición nos regala) pero que, cegados y sumisos a la lectura "oficial", pocas veces se habían leído y contextualizado adecuadamente.

        Asimismo, el volumen incluye una sección final Bibliográfica que es, en si misma, un libro dentro del libro, con jugosas citas y referencias en relación con la leyenda lorquiana y sus aledaños en la construcción de una literatura de clase ("alta", por supuesto) de la que estaba, por supuesto, excluido aquel "pueblo en armas" al que aparentemente ha representado el autor de Yerma desde entonces.  No obstante, quizá lo más singular de esta documentada exposición de los motivos extraliterarios que encumbraron a Lorca es que se hace, como antes comentaba, huyendo de la engolada prosa academicista, en un directo y democratizado roman paladino que le permite expresiones del tipo "operación Fairy" para expresar la limpieza de clase que se dio en la Guerra Civil; la magia "howartsiana" (la escuela de Harry Potter) como el mecanismo ideológico que convierte la literatura en fantasmagoría sin contexto histórico o de clase; el "comité de metáforas", para designar para designar a los, por Fortes denominados, Funcionarios Ideológicos de Clase que alumbraron la "poesía deshumanizada"; los "jinetes del Apocalipsis now" que arrasaron algo más que los campos de batalla durante la incivil contienda; la comparación de Lorca con Wally, al que hay que buscar dificultosamente en el riquísimo panorama literario de los años 20 y 30, o el afortunadísimo hallazgo del "capitalismo del espíritu" para designar, en fin, todo lo que la literatura más o menos viene a ser.
        En definitiva Lorca: Otra Mirada. Fraude y Leyenda, es indiscutiblemente un libro polémico, pero sólo porque aborda su objeto desde el estudio y no desde la inercia o el laudo, que es lo que se ha hecho, por lo general, hasta ahora, pero no es, desde luego, definitivo, pues como su autor admite hay muchas historias aún por contar de la modernidad republicana española. Y José Antonio Fortes está dispuesto a hacerlo. Sin tapujos, sin pelos en la lengua, como la Historia se merece.

miércoles, 31 de enero de 2024

La paz empieza nunca

 


Esta visto y comprobado: la paz no es comercial. Ese ideal estado de ataraxia y fraternidad no interesa a los amos de este mundo. El buen rollo no vende, no se monetiza bien. El conflicto, la tensión, la Guerra son mucho mejores, tanto para vender armas como ansiolíticos. No hay más que tener los ojos abiertos y mirar.

           Lamentablemente la literatura no ha sido una excepción: la paz no ocupa una sola línea en el genial mamotreto de León Tolstoi que la lleva en el título mientras que sus páginas están llenas de ardor guerrero, de histerismo y de francofobia. En cambio la guerra está hasta en la sopa, desde Tucídides hasta Almudena Grandes. No obstante, repasemos brevemente algunas de ellas que, por su mérito, van más allá de la mera literatura bélica para integrar una especie de pléyade de las letras con guerra al fondo. Sólo nos centraremos en los extranjeros, dejando para otro post a los cronistas de nuestra España doliente.

    Entre los más antiguos, El Arte de la Guerra de Sun Tzu, tiene sus fans -casi todos de extrema derecha- pero para mí es un truño, mucho mejor la Ilíada de Homero, dónde va a parar: toda una apoteosis de la épica Antigua donde los caballos de madera ocultan ejércitos, las tías buenas provocan guerras y, en medio de todo, el atribulado Aquiles tendrá que superar toda clase de problemas, incluida la fascitis plantar.

                Las guerras coloniales también tienen su público, pero si tengo que elegir sólo una novela, sin duda El hombre que pudo reinar de Rudyard Kipling, escritor británico, imperialista hasta las trancas, pero autor de algunas maravillas, como El libro de la selva. Esta, que en realidad es un relato, explora la posibilidad de que hubiera habido rajás occidentales en algunas aldeas de la India y de Oriente Medio, algo que, en realidad, no era estrictamente necesario: bastaba con financiarlos, como se descubrió pronto. Frente a esta pequeña obra maestra de Kipling no tiene nada que hacer, pese a su fama, Los siete pilares de la Sabiduría el ladrillo de T.E. Lawrence, Lawrence de Arabia, que además de un escritor pésimo, tiene la manía de hablar constantemente de si mismo elogiando su papel en aquel auténtico juego de tronos que fue la descolonización árabe.

                Entre los conflictos bélicos del s. XX es la I Guerra Mundial la que se lleva la palma, pues la “última guerra romántica” contó con numerosos cronistas-combatientes de ambos bandos: Erich María Remarque con la prodigiosa Sin novedad en el frente por el lado alemán o Henri Barbusse con la no menos vibrante El fuego por el francés. En todo caso sobre aquel ridículo conflicto, resultado precisamente de la descolonización, yo destacaría dos pequeñas obras maestras: El diablo en el cuerpo (1923), la increíblemente precoz novela de Raymond Radiguet, que contaba la mórbida historia de amor entre un adolescente y la mujer casada Marthe, cuyo marido está en el frente. Para ellos la Guerra fue maravillosa: por lo pronto, cuatro años de vacaciones. La otra es una joya desconocida, Los que teníamos doce años (1928) de Ernst Gläeser, en la que, con un tono entre alucinado y violento, narra el absurdo entusiasmo con el que fue acogida la declaración de guerra entre la juventud alemana de entonces y el complejo de culpa con que la vivieron los que por edad se libraron de los combates. Incomprensiblemente este novelón, que fue un éxito en su época, no tiene edición moderna.

                De entre la amplia bibliografía sobre la II Guerra Mundial, en donde tanto ha reinado la desinformación y el amarillismo, además de algunos testimonios esenciales sobre el holocausto (Primo Levi, Imré Kertsz…) yo destacaría dos novelas: Matadero Cinco (1969) de Kurt Vonnegut, una divertidísima sátira sobre la ridiculez de las guerras con el trasfondo del desconocido e inútil episodio del bombardeo de Dresde, en el que el autor participó, y Vida y Destino (1980) de Vassili Grossman, que radiografía la vida cotidiana de los soviéticos en el rompeolas de la batalla de Stalingrado. Esta segunda ya no tiene ninguna gracia.

                Y por fin, con respecto a la más incivil de las guerras, que fue la nuestra, una guerra de clases en toda regla disfrazada de españolismo y sacristía, nadie ha sabido verla con una mirada tan desprejuiciada y lúcida como el larguirucho británico George Orwell, que fue miliciano del POUM, participó en la batalla del Ebro y también en las lamentables jornadas de Mayo del 37 en Barcelona, que desmoronaron para siempre sus sueño comunista. Se llama Homenaje a Cataluña (1938) y vale un potosí. De nada

martes, 25 de enero de 2022

Los Machado


Manuel Machado, poeta maldito por diversos motivos
Sabemos de su infancia sevillana de patios y huertos claros donde maduraban limoneros, pero sabemos bastante menos de su juventud bohemia entre Madrid y París, a la que los hermanos Machado se entregaron sin reservas. Y entre tablaos, tertulias, cabarets y botellas de absenta, Manuel (1874-1947) y Antonio (1875-1939)  entraron en la revolución modernista en la que, sobre todo Manuel, llegó a tener un destacadísimo papel, con títulos como Alma (1902) o, especialmente, El mal poema (1909), quizá la mayor aportación en español al malditismo finisecular y libro en el que, con lenguaje prosaico y barriobajero, el mayor de los Machado exploró el personaje de canalla, chulo y reinón del arrabal, que al parecer no era:

Yo, poeta decadente,
español del siglo veinte,
que los toros he elogiado,
y cantado
las golfas y el aguardiente...,
y la noche de Madrid,
y los rincones impuros,
y los vicios más oscuros
de estos bisnietos del Cid:
de tanta canallería
harto estar un poco debo;
ya estoy malo, y ya no bebo

lo que han dicho que bebía...

La muerte primero de su padre, el folcklorista conocido como "Demófilo", y después de su abuelo, el catedrático de historia natural y rector de la Universidad de Sevilla Antonio Machado Núñez, forzó la ruina familiar y el precipitado fin de la bohemia de los jóvenes, vividores y tarambanas sin oficio hasta entonces. No les quedó más remedio que echar mano del idioma francés, que era el habitual de sus farras, para ganarse la vida: Antonio se preparó unas oposiciones a profesor de francés en Instituto y Manuel se convirtió en el más reputado traductor de Verlaine de nuestro país. El cambio de aires, el choque con la cruda realidad de España, trasformó a los dos hermanos, aunque en sentidos diferentes: Antonio, destinado a un instituto en Soria, adonde hubo de acudir en burro, sorteando riscos y pedregales, descubrió no sólo la frialdad castellana sino también el hambre y la miseria y la profunda cicatriz de las desigualdades sociales, que son la base de su mejor poemario: Campos de Castilla (1912), escorado muy a la izquierda de la Generación del 98. En él, las lecciones del simbolismo se conjugan con el prosaismo, la denuncia y la intuición de las dos Españas a las que veía abocarse al fraticidio:

Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
-no fue por estos campos el bíblico jardín-:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.


Última fotografía de Antonio Machado
demacrado y exhausto, en la frontera de Francia
En Campos de Castilla Antonio Machado también denunció implacable la España de charanga y pandereta a la que, por su parte, aún seguía cantando su hermano Manuel en libros como Cante Hondo, o Sevilla, llenos de versos empecinados en construir los tópicos andaluces que tanto daño iban a hacer a esta tierra (Cádiz, salada claridad; Granada,/ agua oculta que llora... y todo ese atrezzo tercermundista). 
De hecho, Manuel, a medida que asentaba la cabeza convirtiéndose en director del Museo Histórico Municipal de Madrid, después de otro hito memorable (Ars Moriendi, 1921), se lanzó de manera descarada hacia el cerrado y la sacristía de los devocionarios y la poesía religiosa, que fue la que cultivó a partir de entonces. 
No obstante, ambos hermanos siguieron llevándose bien y componiendo incluso obras de teatro al alimón (La lola se va a los puertos, 1929). Los dos saludaron con entusiasmo la República, pero la década de los treinta, que acabó por quebrar al país, se representó vivamente en la propia familia Machado: mientras Antonio renunciaba a la poesía, por inocua, y se entregaba a la filosofía y al periodismo combativo (los fabulosos artículos recogidos en Juan de Mairena), la devota poesía monástica de Manuel acabó seduciendo a la rama española del fascismo, que lo corteja sin descanso (Pemán, Eugenio d´Ors y hasta el mismo José Antonio lo admiraban). De manera que, en la vorágine salvaje de sangre y vanidades de la Guerra Civil, Manuel Machado es nombrado miembro de la Real Academia (Enero de 1938) y hasta escribe un soneto al sable del caudillo y otro a la sonrisa del fundador de la Falange. 
No tan cómoda como Manuel con la situación política, el resto de la familia Machado inicia una peregrinación al exilio pasando por Valencia y Barcelona hasta llegar a Colliure, ya en Francia, donde muere Antonio y se convierte en símbolo de los españoles del éxodo y del llanto. Tres días después también allí  moría su madre que, en la confusión de su demencia, pensaba que se dirigían a Sevilla, lejana ciudad de aquellos días azules y el sol de infancia a los que hacía referencia el arrugado papelillo que encontraron los servicios funerarios en el pantalón de Antonio Machado, esbozo de su último, optimista poema. 
Antonio Machado visto por su hermano José

Las crónicas machadianas al uso por lo general olvidan al tercero de los hermanos, el pintor José Machado Ruiz (1879-1958) que, además de la excelente crónica familiar titulada Las últimas soledades de Antonio Machado (1940), hizo en el exilio chileno el grueso de una obra pictórica apenas conocida en una España, la nuestra, que, envuelta en andrajos, desprecia cuanto ignora.

jueves, 3 de junio de 2021

Los Mann

 

Alemania cuenta con dos familias de gran importancia dentro de la cultura universal: por un lado, los Bach, la estirpe de la música más extendida a lo largo de la historia, y por otro, los Mann, prolífica familia de intelectuales, escritores y artistas. Como esta sección del Arjé Magazine está dedicada a las familias literarias, nos centraremos en los Mann, pero qué interesante sería abrir una sección de sagas de músicos.

La historia de la familia Mann, -comerciantes, intelectuales y literatos-, se remonta al siglo XV en Núrember, para posteriormente trasladarse en el siglo XVIII a Lübeck, ciudad en la que nacieron los hermanos Heinrich y Thomas. Sus padres fueron Thomas Johann Heinrich Mann, acaudalado propietario de una empresa dedicada al comercio de cereales y Julia da Silva-Bruhns, nacida en Brasil de padre alemán propietario de plantaciones y de una brasileña criolla. De ellos, les viene a Thomas Mann sus aptitudes: de su padre “la seriedad en la conducta” y de su madre “la naturaleza jovial, es decir, la inclinación hacia el arte y lo sensible, y el gusto de fantasear”. Suponemos que la influencia del carácter paterno fue más determinante en su viaje por España al afirmar en Relato de mi vida, que le gustó y le resultó más interesante Castilla que Andalucía.

El mayor de los hermanos, Heinrich fue, según su hermano, unos de los novelistas más destacados de su generación. Como hijo de la alta burguesía tuvo una vida acomodada hasta la llegada del nazismo, que lo declararó persona non grata por su acérrima oposición al mismo, por lo que tuvo que huir del país, escapando primero a Francia y después, atravesando los Pirineos, entrar en España. Finalmente, con la ayuda de la red de rescate dirigida por Varian Fry, llegó a Estados Unidos.

Además de novelas, Heinrich Mann publicó antes de la 1ª Guerra Mundial el ensayo Zola, y en él presentaba al novelista francés como un abogado de la civilización frente a aquellos que, en su empeño por convertirse en escritores nacionales, preparaban el terreno para la catástrofe. Este ensayo fue el inicio del enfrentamiento con su hermano, ya que Thomas Mann consideró que la argumentación de su hermano era en gran medida un ataque personal en su contra por sumarse a los entusiastas de la guerra, a la que por cierto no fue porque el médico militar al que lo enviaron era un lector apasionado de sus libros y recomendó que debía quedar en paz y no ir a la guerra. Dicha catástrofe ya la predijo Heinrich Mann en su novela El súbdito, que terminó en 1914 pero que no pudo publicar hasta 1918. Considerada por Bertold Brecht como la primera novela satírico-política de la literatura alemana, en ella su autor intenta hacer pública y comprensible, por medio de la sátira y la parodia, la formación del súbdito ideal deseado por el poder totalitario, y la de denunciar su sistema, su origen, su funcionamiento y sus consecuencias. Argumento con vigencia en la actualidad con el experimento totalitario que están llevando a cabo los gobiernos suspendiendo el Estado de Derecho y fomentando súbditos (ciudadanos) ideales (que lo aceptan todo).

La obra por la que es más reconocido y que trasciende las fronteras de la cultura alemana y el momento en que transcurre la historia, es El profesor Unrat, -literalmente Mierda o Basura-, y en la que se basó Josef von Sternberg para su película El Ángel Azul. Basura era el mote con el que era conocido por varias generaciones de estudiantes e incluso sus mismos colegas se lo aplicaban fuera del Instituto. El apodo se lo pusieron a causa de su descuidada figura y por la semejanza fonética entre su apellido Raat y el mote Unrat. Heinrich Mann pone de relieve en su obra el drama de un hombre maduro que se ve de pronto perdidamente enamorado de una muchacha que, además de pertenecer a una condición social inferior a la suya, se dedica a actividades que son duramente censuradas por la sociedad de la época. Por su antibelicismo, sus ideas avanzadas, esta novela que plantea el leit-motiv de la búsqueda del placer en sitios alejados del mundo académico y por la influencia de profesores como Dequit de Historia y Nogueroles, profesora de francés, con los que nos reuníamos un grupo de bachilleres en la tertulia del Canaletas, es por lo que preferíamos a Heinrich en lugar del supraburgués Thomas Mann.

Thomas Mann, cuatro años menor que su hermano Heinrich, es autor de algunas obras imprescindibles de la literatura universal y, según la prensa de su país, la personalidad alemana más conocida del siglo XX, por delante incluso del abominable hombre cuyo apellido empieza por H. Ya con 25 años alcanzó el reconocimiento de público y crítica con su novela Los Buddenbrook, por la que la Academia sueca consideró merecedor del Premio Nobel de 1929, aunque ya había publicado Muerte en Venecia y La montaña mágica. En Relato de mi vida, él mismo califica a Los Buddenbrook como “novela de familia”, en la que inserta su experiencia supraburguesa en un libro sobre burgueses, narrando el declive de una familia de comerciantes de Lübeck a lo largo de tres generaciones. En cambio, La montaña mágica es una novela entendida como “arquitectura de ideas”, y en ella el autor trata de manera profunda y meditada todo lo imaginable: la muerte, la enfermedad, el amor, la política, la medicina, en definitiva, todo lo que preocupa al ser humano.

Además de la ya mencionada Muerte en Venecia que narra el drama interior de un escritor maduro que acude a Venecia para recuperar su inspiración y que termina interesándose por un joven de gran belleza, destacamos otra magna obra: la tetralogía José y sus hermanos que recrea la historia bíblica de José. Como curiosidad, destacar que para el personaje de José se inspiró en un joven español del que quedó prendado y que era compañero de habitación de su hijo Klaus en un internado suizo.

Thomas Mann se casó con Katia Pringsheim, de familia de judíos convertidos al protestantismo y que hicieron una gran fortuna con la explotación de los ferrocarriles. Tuvieron seis hijos, tres chicos y tres chicas, y cuando toda la familia se tuvo que exiliar a Estados Unidos, la prensa norteamericana la definió como “amazing family”, sorprendidos por ver tantos dones concentrados en seres tan dispares solo unidos por la genética. Erika y Klaus, los mayores, nacieron con un año de diferencia y que, sin serlo, ellos se consideraron siempre gemelos. Hicieron todo lo posible para escapar del sambenito que persigue a los hijos de progenitores célebres y dejar su huella. Klaus Mann consiguió dejar su huella en el mismo ámbito que su padre. De sus obras, escritas la mayor parte en el exilio, destacamos Huida al Norte, novela construida sobre experiencias personales; Hijo de este tiempo, en la que el autor revive su infancia y juventud, llevando a cabo un pormenorizado retrato de la vida cotidiana en Alemania durante la 1ª Guerra Mundial y la república de Weimar; y sobre todo, Mefisto, una de las primeras novelas que trató la realidad del régimen nazi inspirándose en un personaje real, el actor Gustaf Gründgens, que llegó a ser Director General del Teatro durante El Tercer Reich, y fue amigo y amante suyo y marido de su hermana por un tiempo. En la novela asistimos a la progresiva corrupción y el oportunismo de un actor lleno de ambición que utiliza para satisfacerla la maquinaria nazi. Sobre esta novela Istvan Szabó realizó una magnífica película interpretada por Karl-Maria Brandauer. Su carrera literaria quedó truncada al suicidarse a los 43 años, ya que según aseguró su hermano Golo, “rara vez fue feliz, aunque su vida fuera intensa y creadora”. El suicido fue la gran tragedia de los Mann, acostumbrados a quitarse la vida generación tras generación.

La historia de esta familia tan relevante en el ámbito cultural europeo se llevó a la pantalla con la realización de la miniserie centrada en la figura de Thomas Mann titulada Los Mann: La novela de un siglo, y después de conocer más a fondo a algunos miembros de dicha familia, podemos afirmar que de las vidas de ellos podría salir a la luz otras tantas novelas.

 

martes, 16 de junio de 2020

Cartografías del confinamiento



La Metamorfosis de Kafka, una metáfora del confinamiento

Una cosa está clara. En los tiempos de Twitter y  Netflix el confinamiento ya no es lo que era, a mí que no me digan. Para algunos incluso ha tenido mucho de recreo y hasta de epifanía personal, que en eso no entro. Desde luego nada que ver con esos castigos bíblicos, que torturaban y enrarecían el carácter, que forjaban destinos y propiciaban venganzas. El más famoso de los de este jaez es si acaso el del legendario Edmundo Dantés, El Conde de Montecristo (1842), al que unos malvados mantuvieron encerrado siete años en la novela de Alejandro Dumas (escrita en realidad por Auguste Maquet, su “negro literario”), hasta que se las piró prometiendo venganza. Y cumpliendo, para gozo de sus lectores,  pues la reparación de las injusticias, aunque sea cometiendo otra, suele estar muy prestigiada en la literatura popular. Otro ilustre confinado deseoso de venganza es Segismundo, el mísero de sí, al que su propio padre encerró en una torre desde que nació para evitar una profecía, dando así razones para que se cumpliera. Calderón de la Barca montó todo un dramón con eso en La vida es Sueño (1635), pero no me negaréis que ese confinamiento no se parecía nada al nuestro, en el que aún no nos hemos planteado qué delito cometimos naciendo. De adolescente me gustaba mucho Richard Matheson, del que ya hablamos en el guardián anterior. Este infravalorado escritor estadounidense escribió El Increíble hombre menguante (1956), entre risible y angustiosa historia del confinamiento en la cocina de un hombre reducido a la minusculez, diminuto, y enfrentado así a la grandiosidad de un rallador de patatas o unas tijeras de pescado. Entre la teoría nietzscheana del superhombre  y una parábola feminista, la olvidada novela de Matheson, llena de inesperados peligros domésticos, tendría en realidad mucho que decir a los desconfinados de hoy en día, que han huido de sus casas como alma que lleva el diablo. Pero sin duda la más impactante historia jamás contada sobre un confinamiento involuntario es La Metamorfosis (1912), del discreto escritor checo en lengua alemana Franz Kafka, una historia esta sí llena de humor negro sobre el triste destino del hombre contemporáneo, condenado a ser cucaracha encerrada en un mundo incomprensible lleno de puertas tras las que nos oyen pero no nos escuchan. Pura dinamita, oiga. La habitación de la que nunca pudo salir Gregor Samsa, fascinó a Nabokov entre otros muchos lectores que la convirtieron en símbolo de las invisibles prisiones contemporáneas.
Luego están los que en lugar de narrar un confinamiento lo han vivido en sus propias carnes, voluntariamente u obligados. Entre estos segundos el más famoso fue el que recluyó durante tres días en Villa Diodati, la casa de veraneo de Lord Byron en Suiza, al propio Byron, a su amigo el poeta Percy Shelley, a su novia de entonces Mary Shelley y al oscuro ayudante de Byron, William Polidori, en junio de 1816. Parece que la erupción de un volcán en Indonesia provocó una espesa combustión de ceniza y azufre que llegó hasta Europa, donde hubo incluso que confinarse unos días. Los confinados de Villa Diodati parieron todos obras maestras en aquel encierro, de las que las más perdurables fueron Frankenstein, claro, y El Vampiro del casi imberbe Polidori, que abrió con ella un fecundo y truculento camino a los comedores de sangre.  De esa estirpe eran, desde luego, los que obligaron a la niña judía Anna Frank a recluirse con su familia durante casi tres años en una habitación realquilada en Ámsterdam (aún se conserva y hoy es su casa-museo) para protegerse del enemigo. En su caso, el enemigo era bien visible, el III Reich,  no como el covid-19 que, no obstante, como los nazis, también estuvo avisando durante una temporada de lo que era capaz de hacer, y como entonces los países occidentales prefirieron cruzarse de brazos hasta que no les quedó más remedio. También duró casi tres años el confinamiento del filósofo antiesclavista, defensor de la naturaleza y de la desobediencia civil Henry David Thoreau, aunque en su caso fue voluntario y tuvo mucho de purificación. Narró la experiencia en Walden (1854), por el lago en el que situó la aislada cabaña en la que acabó descubriendo que no necesitaba de nadie para subsistir y mucho menos de los parlamentarios de Nueva Inglaterra. De todas maneras mi confinamiento literario favorito son los 36 años que pasó el poeta alemán Friedrich Hölderlin sin salir de casa del ebanista de Tubinga William Zimmer, un carpintero culto que, admirador del autor de Hyperion (1799), lo recogió del hospital mental donde se hallaba y lo cuidó ya hasta su muerte sin saber a ciencia cierta si lo que tenía en casa era un genio o un loco.  Ah, tal vez la disyuntiva en la que nos resumimos todos. Vale

sábado, 16 de mayo de 2020

Cartografías de la pandemia


         
El triunfo de la Muerte  de Pieter Brueghel 'El Viejo'
La cantidad de veces que, en las últimas semanas, se ha repetido eso de “nunca se había vivido nada igual” o “la humanidad se enfrenta a algo nunca visto”, no hace sino demostrar por un lado el grandilocuente ombliguismo del mundo en que vivimos y, por otro, el desconocimiento de la Historia y, en especial, de la Historia de la Literatura. En relación a lo primero me temo que poco podamos hacer de momento, pero en lo tocante a lo segundo vayan aquí unas cuantas líneas clarificadoras.
            La primera epidemia de la que se tiene constancia literaria fue, al parecer, la fiebre tifoidea que asoló Atenas durante las guerras del Peloponeso (s. V a.C.) y sobre la que Tucídides dejó escritas escenas de gran intensidad.  No menos intensa fue la llamada Peste Antonina que algunos siglos más tarde “contaminó de infestación y de muerte desde Persia hasta el Rhin”, según Amiano que, pionero de la teoría de la conspiración, aventuró como causa de la misma el saqueo de un templo babilonio en el s. II d. C. tras el que un imprudente profanador romano abrió una urna que contenía el malévolo virus. Eran, desde luego, tiempos de crisis para el imperio romano, perro flaco ya al que todo se le volvieron pulgas o perversas y arrasadoras bacterias que castigaban al infiel politeísta. El propio Amiano hablaba de cómo los cristianos, llenos de probidad, “abrazaban y lavaban a los enfermos”, mientras “los paganos romanos arrojaban a los afectados a la calle antes de que hubieran muerto”. Todo un ejemplo de utilización política de una crisis sanitaria, que en esto tampoco hemos inventado nada. Sobre un rebrote de la Peste Antonina Dion Casio afirmó que criminales pagados para infectar a la gente impregnaban unas agujas minúsculas de sustancias mortíferas y ponían a correr el virus a lo Usain Bolt. Vamos, una variante del “virus chino” que nunca hubiera imaginado Donald Trump.
            Con todo, la hecatombe mayor por epidemia que tengamos contabilizada fue la Peste Negra de 1348 que arrasó con un tercio de la humanidad y que al menos sirvió, no hay mal que por bien no venga, para que Giovanni Boccaccio nos dejara su Decameron (1351), descomunal obra maestra que más que en la epidemia se centró en los efectos del confinamiento en un grupo de diez adolescentes florentinos que, además de apasionante vida comunal, inventaron la narración breve contemporánea para dar sentido a sus aburridos días de aislamiento. Toda una metáfora de la literatura, por otra parte.
            La peste, que era uno de los jinetes del Apocalipsis, no lo olvidemos, nos ha dejado algunas otras narraciones de altura como Diario del año de la Peste (1722) de Daniel Defoe, muy superior a su Robinson Crusoe, por cierto, y con un mensaje más mundano y menos colonial. En este caso, Defoe hablaba de un brote de peste bubónica acecido en Londres 50 años antes y describía con gran detalle no sólo las miserias vecinales sino también la gran crisis económica que siguió a la epidemia. Otro que estaba antes de que se le llamara, vamos. También notable novela centrada en la contagiosa enfermedad vírica fue Los Novios (1842) de Alessandro Manzoni, historia de un apasionado romance en medio de la pandemia que contagia buen rollo y romanticismo a pesar de las detalladas escenas gore de los monjes cartujos llevando carros de infectados al Lazaretto de Milán, la Meca de aquel Walking Dead. Bastante más desconocida, aunque mucho más auténticamente romántica es El último hombre (1826), de Mary Shelley que ya en Frankenstein había denunciado los peligros de la ciencia, y aquí profundiza, de manera algo lenta, en su inutilidad frente a los desastres naturales, cuestionando el concepto mismo de progreso. Paso que también transitó, por cierto, el aventurero norteamericano Jack London en La Peste Escarlata (1912), apocalíptica y muy reivindicable ficción del autor de La llamada de lo salvaje. Aunque el verdadero apocalipsis zombi lo leímos en Soy Leyenda (1954) de Richard Matheson, que describe un mundo post-pandémico en el que sólo ha quedado viva una persona, que disfruta a placer de un mundo para él solo. La novela de Matheson, por cierto, ha sido adaptada al cine en dos ocasiones: una excelente versión en los 70 protagonizada por el lamentable actor Charlton Heston, y otra versión lamentable más reciente protagonizada por un excelente Will Smith. 
No obstante, la más grande novela sobre el tema tal vez sea La Peste (1947) de Albert Camus, filósofo existencialista francés, nacido en Argelia, que situó precisamente allí una ficticia epidemia. En la novela describió fielmente los ataques a la libertad individual por parte de las autoridades con el supuesto objetivo de proteger a los ciudadanos del virus, convirtiendo el confinamiento en alegoría de la dictadura. Otro visionario crítico, aunque su caso es aún más retorcido porque murió en un sospechoso accidente de tráfico en 1960. Yo ahí lo dejo.

martes, 17 de marzo de 2020

La mala salud de los escritores


Poe padecía porfiria, paranoia, alucinaciones e insomnio


Quizás pensando en un Emile Zola que, como cuenta Giussepe Scaraffia en Los grandes placeres, fue uno de los primeros ciclistas de Francia e impulsor entusiasta de ese deporte antes del "Tour", o en un eterno candidato al Nobel como Haruki Murakami, maratoniano incluso a sus setenta años, un lector imprudente pudiera creer que los escritores aprecian el deporte, la vida sana y gozan de una salud envidiable, como Robert Walser, el maravilloso autor suizo, que fue pionero del senderismo y recorrió andando toda Europa o el escritor norteamericano Henry D. Thoreau, naturista avant la lettre, filósofo del campo y la vida a la intemperie, cortador de troncos y nadador formidable, además de antiesclavista, ácrata y desobediente civil. Pero la realidad es muy otra, o más bien la contraria: entre los escritores abundan los malos hábitos, el rechazo a la vida saludable, la pésima alimentación y las enfermedades.
Se podía empezar, de hecho, casi por el principio, por Homero, al que la tradición pinta ciego pero también propenso a las comidas copiosas y con exceso de grasa, palo al que también le daba el mismísimo William Shakespeare que, además de hipertenso, fue un obeso impenitente pese a haber sido galán en los escenarios en su juventud, y padecía enfermedades circulatorias por ser proclive al sedentarismo. De eso también sabía mucho Flaubert, que apenas salió de su casa natal en Croisset, y que consideraba el deporte vicio nefando mientras en cambio adoraba los croissants de mantequilla que su madre le horneaba a diario y que iban moldeando su desmesurada cintura. Aunque de alimentación perjudicial acaso el que más controlaba era el poeta ruso del romanticismo Alexander Pushkin que, adorador de su colega inglés Lord Byron, ingería con frecuencia lejía para emular la palidez de su ídolo que, por cierto, tampoco andaba sobrado de salud, pues padecía sífilis y gonorrea (quizá de ahí venía su tez cerúlea), además de una cojera congénita que el autor de Eugenio Óneguin encontró siempre muy elegantetambién se esforzaba en imitar. Las tres hermanas Brönte murieron de tuberculosis, la enfermedad romántica por excelencia, antes de cumplir los 30 y la más longeva y genial de ellas, Emily, que también era Asperger y escribió Cumbres borrascosas encerrada en cuartos oscuros y mal ventilados sin salir del domicilio familiar en Haworth, se resfrió, para una vez que salió, en el funeral de su hermano y murió por complicaciones respiratorias recién cumplida la treintena.  Hablar de la mala salud de los poetas malditos, Baudelaire and Co (que también adoraban a Byron el satánico) es casi pleonasmo pues los lugares insalubres, la humedad, la falta de luz, la pésima alimentación, el alcoholismo y las prácticas sexuales depravadas (incluyendo la zoofilia) formaban parte de su programa. El más importante de este grupo al otro lado del charco, el narrador y poeta norteamericano Edgar Allan Poe, padecía además porfiria, una extraña enfermedad nerviosa que, además de hinchazones y molestas erupciones en la piel, le generaba alucinaciones y paranoia. Claro que él tampoco ayudaba con su régimen alimenticio compuesto de mucho alcohol, poca verdura o fruta y nada de sueño, pues el autor de "El cuervo", para colmo, era un insomne de campeonato.
No obstante, y pese a todo lo anterior, es posible que, al respecto, pudiéramos hablar del asunto también refiriéndonos a la mala salud (de hierro) de los escritores, pues a menudo el desprecio constante a la vida saludable no les ha impedido alcanzar edades provectas. El ejemplo más claro sería nuestro Cervantes, que siempre alardeó de su mala salud, de su manquez (que no era sino enquilosamiento de la mano izquierda), de su piorrea dental y de sus padecimientos estomacales y que, sin embargo, llegó en buena forma a los setenta, lo que era auténtica hazaña de Matusalén en S.XVII, y hasta fue la pura vejez la que lo empujó a escribir. Qué si no. Algo parecido se podría decir del poeta irlandés William Butler Yeats, que además de disléxico y esclerótico, padecía prosopagnosia, un trastorno neurológico que le dificultaba el reconocimiento visual de los demás y hasta de sí mismo en un espejo y que, al parecer, trataba con dosis inapropiadas de arsénico desde su adolescencia. Aún así llegó a los ochenta. Por su parte, afectado de una tuberculosis pulmonar crónica que lo hacía toser hasta casi volverse del revés, Moliere, que también padecía un trastorno neurológico caracterizado por la abundancia de tics involuntarios (el síndrome de Tourette), siguió subiéndose a las tablas para representar a personajes siempre propensos a la tos. Lo hizo hasta el final y murió de hecho en un escenario interpretando, irónicamente -¡ay!-, El enfermo imaginario. Como hubiera dicho Óscar Wilde, que consideraba el deporte una ordinariez y la vida saludable algo muy poco sofisticado, lástima que aprendamos las lecciones de la vida cuando ya no nos sirven para nada.

domingo, 5 de enero de 2020

Lorca: fraude, negocio e ideología


En el último y documentadísimo libro del investigador e historiador de la literatura José Antonio Fortes se aborda sin tapujos una cuestión por lo general muy orillada en nuestros estudios culturales; eso es: la construcción de mitos literarios por razones ideológicas. El autor, que ya había abordado la cuestión en textos previos como La Nueva Narrativa Andaluza (1990) o Intelectuales de Consumo (2010), se entrega aquí a un despiece monumental (780 páginas) de los mecanismos mediante los cuales la clase hegemónica impone modelos culturales con objeto de arrinconar y/o ensombrecer o aniquilar aquellas otras propuestas que pudieran combatirla o hacerle daño como tal clase. El hecho es tan antiguo como el mundo. Es más: es una de las razones más poderosas por las cuales las oligarquías económicas y políticas se sostienen en el tiempo: haciéndonos creer que no hay alternativas posibles mediante la construcción, a través de poderosas máquinas de propaganda, del canon de la Cultura y condenando a la inexistencia aquellas otras propuestas que cuestionen el statu quo. El escenario español de las primeras décadas del s. XX fue, en ese sentido, un laboratorio excepcional que pocas veces ha sido abordado en lo más profundo de su trama. La construcción de una alternativa cultural proletaria, con medios de producción y difusión propios, o la aparición de un conjunto no pequeño de nuevos escritores "marginales", procedentes de las clases subalternas, fue contrarrestado por la burguesía intelectual con un alud de maquinaria propagandística dedicada a ensalzar "generaciones literarias" realmente inofensivas y autores ciertamente inocuos, vendidos como adalides de la modernidad, y aún de la revolución, en piruetas dialécticas que aún sonrojan. Es ahí donde Lorca: fraude, negocio e ideología se agiganta hasta convertirse en una referencia ineludible sobre cómo el poder manipula la historia literaria para perpetuarse. Y en la que García Lorca, poeta y mártir, sale convertido no sólo en un negocio "del que vive y ha vivido mucha gente" sino en una excusa o pretexto para la limpia sino verdadera razzia de escritores con la carga subversiva de la que él carecía, la estrategia "oculta" para combatir la cuestión obrera y revolucionaria. Con documentos de época, cartas, recortes de periódico o expedientes de censura, el profesor Fortes disecciona de manera muy estimulante un entramado a menudo hediondo y cuestiona casi todos los lugares comunes en los que el "affaire Lorca" suele quedar: que estuvo censurado durante el franquismo (nunca ocurrió tal cosa, como aquí se demuestra), que fuera autor "amoral y marxista" (fue autor apreciado por la Falange y se aportan documentos y autos de fe literarios que lo atestiguan y aún hablan de él como poeta de la "España Imperial"), que estuviera comprometido con Andalucía (cuando es, en realidad, por su máquina de creación de tópicos, su gitanismo elegante, su coplismo -"franquiciado", lo denomina Fortes- y su tipiquismo  estético, uno de los autores que más daño ha hecho a esta tierra) o, por ejemplo, que fuera autor muy conocido antes de su muerte (cuando lo era sólo para ciertas élites en el farragoso constructo de la poesía pura a-política y, por lo tanto, colaboracionista con la involución).
Y esta documentada exposición de los motivos extraliterarios que encumbraron a Lorca se hace además huyendo de la engolada prosa academicista, en un directo y democratizado roman paladino que le permite expresiones del tipo "operación Fairy" para expresar la limpieza de clase que se dio en la Guerra Civil o la magia "howartsiana" (la escuela de Harry Potter) como el mecanismo ideológico que convierte la literatura en fantasmagoría sin contexto histórico o de clase, los"jinetes del Apocalipsis now" que arrasaron algo más que los campos de batalla durante la incivil contienda, la comparación de Lorca con Wally, al que hay que buscar dificultosamente en el riquísimo panorama literario de los años 20 y 30, o el afortunadísimo hallazgo del "capitalismo del espíritu" para designar, en fin, todo lo que la literatura más o menos viene a ser.
En definitiva Lorca: fraude, negocio e ideología, que se acompaña de un CD-ROM con toda la documentación en pdf que se menciona en el ensayo, es indiscutiblemente un libro polémico, pero sólo porque aborda su objeto desde el estudio y no desde la inercia o el laudo, que es lo que suele hacerse por estos pagos, pero no es, desde luego, definitivo, pues como su autor admite hay muchas historias aún por contar de la modernidad republicana española. Y José Antonio Fortes está dispuesto a hacerlo. Sin tapujos, sin pelos en la lengua, como la Historia se merece.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Biblioteca de Rescate 2: Las siete cucas de Eugenio Noel

La historia literaria suele estar llena de autores olvidados por razones maliciosas y también por propia desidia, desinterés o voluntad deliberada. Es posible que en el caso de Eugenio Noel (1885-1936) comparecieran las dos circunstancias. Es cierto que Noel (bautizado como Eugenio Muñoz Díaz) es quizá el más auténtico, audaz, deslenguado y verdaderamente castellano del 98, esa Generación compuesta por autores que quisieron hacer de España su tema sin conocerla demasiado bien, quedándose a menudo en una plácida espiritualidad, en una cómoda "esencia" que no cuestionaba en realidad nada. A diferencia de ellos, Noel fustigó con denuedo las ranciedad de las costumbres, la glorificación de lo rural, la corrupción eclesiástica, los vicios de los grandes terratenientes, las miserables razones del colonialismo español y, en general, la perversión de los mitos nacionales. Tal vez por eso se le haya olvidado, porque dio demasiado fuerte y donde más duele. España jamás perdona a un desafecto (véase Larra), de manera que nuestro autor permanece en nuestra historia literaria de una manera más bien subterránea sino submarina, de tantas veces como ha querido ahogársele. Pero también es cierto que él no hizo tampoco demasiado por resistirse al naufragio: bohemio y alcohólico, antimonárquico y ácrata, Noel arrastra su premonitoria melena y su pobreza por los más infames tugurios de Madrid, escribiendo en servilletas y cintas de sombreros. Publica mucho, y a veces con éxito, en colecciones menores, de quiosco, escribe hasta la extenuación en la prensa obrera y funda revistas sin futuro. Vive en precario. Malbarata su talento y su descomunal cultura. No tiene método ni le interesa. Aprende en África, en Nador, las lecciones del hundimiento colonial (ningún miembro del "98" oficial lo hizo) y critica duramente en prensa al estamento militar y castrense. Viaja por toda España dando informales conferencias contra los toros, el flamenquismo y el folcklore como tapadera de la inmundicia nacional. Desprecia el boato eclesiástico sin pelos en la lengua. Se enemista con las fuerzas vivas del país. Conoce a muchos escritores pero se niega a formar parte del "mundo literario". Es un "outsider" y ejerce de ello. Quiere despiezar la historia de España y no formar parte de su panteón de ilustres. Pero ninguna lectura interesada ni capciosa o malévola y ni siquiera el propio desdén del autor puede evitar que Las siete Cucas (1927), la única novela larga que escribió, sea una de las mejores novelas españolas del s. XX. La muy negra historia de las seis hijas y la mujer del Cuco, a las que las que la ruindad mezquina de un pueblo castellano arrastra a la prostitución, es todo un prodigio: de lenguaje (Noel es un autor cultísimo y alambicado, con igual conocimiento del lenguaje popular y del selecto, y con propensión a las digresiones culturales, como la impagable reflexión sobre las mujeres del Quijote que el padre Higuea hace a su Sacristán al comienzo del libro); de estructura (con un ineluctable aire de tragedia griega mezclada con picaresca y barroquismo) y de penetración psicológica (los entresijos de la mentalidad castellana, la hipocresía religiosa, las leyendas rurales, la miseria moral de los señores, el seguidismo ovejuno del pueblo...). Personajes como el tío Varetas, el corrupto alcalde; la Eladia, pitonisa oficial del pueblo, que lo "ve" todo en un barreño de agua sucia; Colás, el aprovechado pordiosero; la Catala y la Cheira, celestinas además de prestamistas y metomentodos oficiles del pueblo; así como las muy interesantes ricachonas y otros figurantes que merodean por la novela, le dan un inconfundible sabor a España profunda, de raíz feudal y destino catastrófico. Pero siendo obra que entronca directamente con los romances de ciego, Las Siete Cucas es también una novela muy contemporánea, muy "me too", en la que unas mujeres empoderadas urden una terrible venganza contra los rijosos señores para los que habían trabajado, contra las hipócritas señoras que las habían despreciado, contra el burdo entramado eclesiástico que las había condenado, contra el poder económico que las había sojuzgado; en definitiva contra todo un país, España, que vegetaba en anacrónicas glorias pasadas, sustentado en cínicos criterios morales, incapaz de adaptarse al mundo moderno. Noel, que era hijo de un pastor de Almendralejo y de una criada de la servidumbre de una condesa, sabía bien de lo que hablaba.

BIBLIOTECA DE RESCATE 2
Las Siete Cucas es el segundo título de la Biblioteca de Rescate y ya está disponible para los más atrevidos lectores de La Torre en los estantes de la del IES Arjé.

lunes, 29 de abril de 2019

Los Singer


El primer contacto con la familia Singer lo tuve con el tercero de los hermanos, Isaac Bashevis, gracias a la colección de la Editorial Plaza & Janés sobre los premios Nobel de Literatura en edición de 1987 que disponía en la biblioteca paterna. Singer aparece en el tomo xvi junto a Neruda, Milosz y Canetti, y la obra escogida, Satán en Goray, fue su opera prima, publicada en 1936, el mismo año que su hermana Esther publica La danza de los demonios y su hermano Israel publica en Nueva York, Los hemanos Ashkenazi. Curiosa o asombrosa coincidencia. La concesión del Nobel en 1978 a Isaac B., tras el premio a Aleixandre, es un agradecimiento que hay que hacerle a la Academia Sueca por haber permitido que su obra fuera traducida en su totalidad a nuestra lengua. Satán en Goray, me llevó al resto de la obra literaria de Isaac Bashevis y fui disfrutando y comprobando cómo se inspiró en su propio mundo, el de los guetos judíos centroeuropeos y el de los exiliados en Estados Unidos, a la hora de escribir sus cuentos y novelas, que reflejan un mundo que dejó de existir y la descomposición del pueblo judío que se debate entre la tradición y la modernidad. Su obra está escrita en yídish, la lengua de los judíos askenazíes establecidos en Europa central y los países del Báltico. Este rasgo fue destacado también por la Academia Sueca al poner de manifiesto que lengua y nacionalidad no son sinónimos. Aunque nació en el pueblo polaco de Radzymin en 1904 – parece ser que nació en 1902 y que falsificó la fecha para librarse del servicio militar-, nunca empleó el polaco como lengua literaria, ni tampoco el inglés cuando consiguió la nacionalidad estadounidense. De esta manera, y con las maravillosas traducciones del yídish original realizadas por Rhoda Enelde y Jacob Abecasis, fui devorando tal como las iba consiguiendo obras como La familia Moskat, El esclavo, Shosha, Escoria, La casa de Jampol, Krochmalna nº 10, Sombras sobre el Hudson, todos sus relatos entre los que destaco por ser antológicos, “Un amigo de Kafka” y “El Spinoza de la calle Market”, hasta que llegué a su autobiografía, Amor y exilio, con la que tuve conocimiento del resto de la familia Singer. La obra arroja, desde la primera hasta la última página, luz sobre la vida de Isaac Bashevis y su familia, y abarca desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta el Nueva York de los años treinta y cuarenta, adonde emigra en 1935 ayudado por su hermano Israel, cuando comenzó a vislumbrar el peligro real del nazismo al contemplar en primera persona el creciente antisemitismo en forma de progromos. El padre, Pinjas Mendel Singer, hijo y nieto de varias generaciones de rabinos jasidim, fue un hombre de corazón más que de cerebro. Confiaba en las personas, y su ingenua fe en Dios, nunca cuestionada, en la Torá y en los grandes hombres santos, no conocía límites. Esta enseñanza se la inculcó a su hijos, de los que solo el pequeño Moshe, siguió sus pasos. La familia se trasladó en 1908 a un humilde piso de la calle Krochmalna de Varsovia, en un entorno donde no faltaban el hampa y la prostitución, y que tuvo una incidencia decisiva en la trayectoria que en los años siguientes habría de seguir cada uno de sus hijos. Israel, tras acaloradas discusiones con su padre, se despegó por completo de la tradición religiosa y huyó del ámbito familiar, primero para encontrar acogida en el estudio de un pintor, y más adelante para incorporarse al periodismo y a los círculos literarios de la capital. Emigra finalmente a los Estados Unidos en 1934, donde publicaría la ya mencionada Los hermanos Ashkenazi y la magistral La familia Karnowsky. Murió con tan solo 51 años de un ataque al corazón en Nueva York. Isaac, menos rebelde que su hermano mayor, mientras estudiaba en la yeshive, absorbió de él su interés por la literatura y sus conocimientos, y aprovechó esos años infantiles para escuchar y grabar en su memoria las jugosas historias y enredos judiciales, envueltos en ingenua fe religiosa y supersticiones, a los que asistía oculto tras la puerta del despacho rabínico de su padre. Años más tarde los trasladaría a su obra literaria. En cuanto a Esther, dotada de una gran inteligencia y con aspiraciones intelectuales que se vieron frustradas sobre todo por ser mujer en el seno de una familia jasidim, su vida tuvo un súbito desenlace: sus padres aceptaron la propuesta de un rico predicador que buscaba una muchacha de familia judía devota para esposarla con su hijo, residente en Amberes, donde trabajaba como tallador de diamantes. En pocos meses, y sin conocerse, los padres acordaron el enlace y lo celebraron en Berlín. Esta descabellada idea, si al principio produjo el rechazo de Esther, enseguida se tornó a sus ojos en una luz de esperanza para un cambio en su vida y que con el tiempo fue lo que la libró de los campos de exterminio nazis, en los que murieron la madre y el menor de los hermanos. Isaac Bashevis se inspiraría en su hermana para crear la figura de Yentl en su obra homónima, en la que se basó la película de Barbra Streisand. Para su hermano, Esther Kreitman era una estupenda escritora y prueba de ello es su novela La danza de los demonios, todo un acierto al contar la infancia con ojos de niña y la madurez con ojos de adulta.

Se trata sin duda, de una familia de grandes fabuladores y si destaca Isaac B. es por su dilatada vida que le llevó a escribir tantos libros que ni él mismo los tenía contabilizados; se calcula que no deben andar muy lejos del centenar. La muerte prematura de Israel y el ser mujer judía en el siglo xx de Esther impidieron enriquecer el legado de la familia, que, por cierto, el apellido original en yidis es Zinger, y ellos lo transformaron en Singer.
 (Por el Dr. Montero)